miércoles, 27 de mayo de 2015

AÑO 1829. Visión literaria de Ramón Mesonero Romanos de la llegada de María Cristina de Borbón a Madrid

Memorias de un setentón
natural y vecino de Madrid
escritas por
El Curioso Parlante

Tomo II (1.821-1.850)

Capítulo III

II.-

Fernando VII, en quien el deseo de ver asegurada su sucesión directa predominaba sobre todos los demás, sintiéndose, aunque entrado ya en los cuarenta y cinco años de su edad, con fuerzas para determinarse a encender por cuarta vez la antorcha de Himeneo, no vaciló un momento en tal resolución, y escogió resueltamente para compartir su lecho a la Princesa MARÍA CRISTINA, hija de los reyes de las Dos Sicilias, y su sobrina carnal. Y tan acucioso anduvo en ello, que aun sin dar a la memoria de Josefa Amalia el tiempo necesario que el uso y la etiqueta, cuando no el sentimiento, imponen, emprendió la demanda, aceleró los trámites del negocio, y tanto, que aún no habían transcurrido siete meses desde el fallecimiento de aquella señora, cuando el 11 de Diciembre de 1829 entraba en Madrid y se unía a él en conyugal lazo la excelsa y hermosísima CRISTINA.

Venía acompañada de sus augustos padres Fernando IV de Nápoles, y de su esposa María Luisa, hermana de Fernando VII, y un hermanito en lactancia, el Conde de Trápani; y llegaba precedida de gran fama (que por cierto no defraudó) de su extremada discreción, hermosura y gentileza. Un vestido azul celeste -color que desde entonces fue adoptado por sus numerosos partidarios con el epíteto de azul Cristina- y un sombrero blanco con plumas del propio color del vestido realzaban su deslumbradora belleza, al paso que su afabilidad y continente majestuoso y digno arrastraban tras sí todos los corazones. -Al lado de la portezuela del coche cabalgaba airosamente el rey Fernando, que con su figura semi-colosal y su expresiva fisonomía no deslucía personalmente la majestad de la Corona, y seguía toda la Real familia y suntuosa comitiva, que atravesó el largo trayecto que media entre la puerta de Atocha y el Real palacio, por entre vistosos arcos, templetes, guirnaldas y banderolas, dispuestos con mejor gusto que en otras ocasiones por la Municipalidad matritense, y de una lluvia de flores, palomas y versos, con que el inmenso pueblo saludaba a la nueva Reina, de quien esperaba su redención.

Las musas castellanas, por medio de sus más egregios representantes, entonaron cien y cien preciosos cánticos en su loor; Gallego, el Duque de Frías, Arriaza, Durán, hasta el mismo Quintana (solicitado expresamente por el Rey), rompieron en obsequio de Cristina su obstinado silencio; y la nueva generación poética, Vega, Espronceda, Bretón, Alonso, Gil Zárate y Pezuela secundaron decorosamente aquellas solemnes manifestaciones de los maestros del arte. ¿Qué más? Hasta mi pobre musa, que tan apartada se mantuvo siempre de estas demostraciones hacia objetos augustos, seducida por el entusiasmo general y venciendo su natural retraimiento, saludó a Cristina con este trivial y descolorido soneto:

Pura como la luz de la mañana,
Bella como la flor de la azucena,
Feliz trasunto de la Italia amena,
Que en tu beldad se reflejó lozana;
Tal, dando vida a la región hispana,
Vienes, ¡Cristina!, y a tu vista suena
El eco del placer; calma la pena,
Y huye y se esconde la discordia insana.
Llega, ¡oh Reina!, a triunfar; y la amargura
Que a la ibera nación entristecía
Disipa con tu faz encantadora;
Cual suele aparecer en el altura,
Tras el horror de la tormenta umbría,
Iris alegre que zenit colora.