jueves, 12 de marzo de 2015

AÑO 1839. Visión literaria de Benito Pérez Galdós del ABRAZO DE VERGARA.

EPISODIOS NACIONALES.

VERGARA.

CAP. XXXVI.

Testarudo como él solo, D. Carlos no se daba ni en tales extremidades por vencido, y apenas llegó a Villafranca, jadeante, llamó a Consejo a sus adictos, los Generales que le acompañaron en la fracasada escena de Elgueta, el Padre Cirilo de Alameda, el Barón de Juras Reales, Erro y Ramírez de la Piscina, algunos de los cuales aún se llamaban Ministros. Opinaron casi unánimemente que S. M. debía situarse en punto cercano a la frontera, para poner a salvo su sagrada persona en el desecho temporal que la Causa corría. Trabajillo le costaba al buen señor determinarse a partir arrojando en las puertas de Francia su corona, y acariciaba el ensueño de reunir algunos batallones navarros y alaveses que le llevaran en procesión al Maestrazgo, donde aún tenía un ejército y un General incorrupto y valiente: Cabrera. Estimaron todos peligrosa la marcha al Centro; pero le dejaban consolarse con esta ilusión. Aferrado a su realeza, D. Carlos enderezó nueva proclama a sus míseras tropas, en la cual les hablaba "de la traición más infame que habían visto los nacidos", y concluía llamándoles "héroes", y dando vivas a la sacra Religión. ¡Bueno estaba el país para estos suspirillos!

En tanto, Maroto, después del triunfo de Elgueta, caía en gran postración, atormentado por su conciencia, y procurando en vano salir limpio y airoso de la charca en que se había metido. Calpena y Uhagón, que acudieron a su lado el 26, un día después de la famosa revista, se maravillaron de verle en un grado increíble de turbación y apocamiento. Poco le faltaba para llorar; sus conceptos habían quedado reducidos a una exclamación maníaca: no decía más que: «No soy traidor... Maroto no pasará a la Historia con un dictado infamante... Convencido estoy de que el absolutismo es imposible... Pero no cedo, no cedo, si no me dan los Fueros íntegros, la gloria de este país. Maroto no es traidor. Maroto es un hombre honrado, un buen español... ¡Ay del que lo ponga en duda!».

Toda la tarde y parte de la noche permanecieron a su lado los dos amigos, arguyéndole con habilidad, sin lastimar su amor propio, antes bien fundado en este todo el trabajo sugestivo con que querían llevarle a la aceptación incondicional del Convenio. ¿Qué otra solución podía soñar? ¿Qué esperaba, qué temía? Retiráronse en la creencia de que le dejaban convencido, pues esperanzas de ello daban sus expresiones conciliadoras; pero D. Fernando, que ya conocía su indecisión y el confuso laberinto a que había llegado su voluntad, no las tenía todas consigo... Repetida por la mañana la visita, le encontraron escribiendo una carta. Despidióles el General con acritud. La carta que escribía era la famosa retractación dirigida a D. Carlos, en la cual le decía: "Nunca es más grande un Monarca que cuando perdona las faltas de sus vasallos... D. Eustaquio Laso presentará a Vuestra Majestad los sentimientos de mi corazón para que se digne dirigirme las órdenes que fuesen de su agrado".

Ignoraban Calpena y su amigo esta humillación increíble; mas del trastorno de Maroto tuvieron prueba clara cuando se llegó a ellos un ayudante con el recado conminatorio de que si los caballeros y el llamado Epístola no se largaban pronto del Cuartel General, se les mandaría fusilar. No eran cobardes: no perdieron la serenidad con esta brutal amenaza; mas la prudencia les aconsejaba ponerse en salvo, y a ello se disponían, cuando llegó D. Simón de la Torre, que, informado de los desvaríos de Maroto, les tranquilizó con respecto a sus vidas. Conferenciaron los dos jefes, y por la noche salieron con sus fuerzas reunidas en dirección de Azpeitia. Los tres paisanos ignoraban a qué razón militar o política obedecía tal movimiento, y no se ocuparon más que de seguir a las tropas, acogidos a la caballerosidad e hidalguía del simpático La Torre. En Azpeitia se les dijo que Espartero avanzaba triunfalmente por el interior de Guipúzcoa; que había entrado en Vergara, donde te acogieron con ardientes demostraciones en favor suyo y de la paz. De Vergara pasó a Oñate, y la vieja Corte le recibió con palmas. Dirigióse Maroto a Villarreal, donde como llovido se le presentó al conde de Negri con una orden del Rey para que le entregase el mando. Al recibir D. Carlos la carta palinodia, habíala estimado como la mayor prueba de traición y perfidia. Los de la camarilla vieron en aquel paso un ardid diabólico para aproximarse al vencido Monarca, apoderarse de su persona y entregarla en trofeo a los constitucionales para un sacrificio que fuera digno epílogo de guerra tan sangrienta. Rompió el Soberano la carta del vasallo infiel, y mandó a Negri a desposeerle del mando, determinación ridícula en situación tan extremada. Como era natural, tanto Maroto como La Torre acogieron al conde de Negri con escarnio de su persona y de quien tal comisión le daba. Salió de estampía el buen Conde, que al volver al lado de su triste Rey, le dio con la respuesta de los que fueron sus Generales franco pasaporte para Francia.

Ante la irresistible presión de este suceso, Maroto confió decididamente, al parecer, a sus compañeros La Torre y Urbistondo la misión de llevar a Oñate su conformidad con el Convenio, tal como se le había presentado en Abadiano. "¡Alleluia!". La paz era un hecho. Al despedirse para tan grato mensaje, Don Simón reconcilió a sus amigos con el jefe, que sin acordarse ya de que había pensado fusilarles, les convidó a comer muy afectuoso. Durante el día, observáronle más sereno y en vías de recobrar su equilibrio; mas por la noche advirtieron de nuevo en él cierta intranquilidad, y una insistencia monomaníaca en hablar de fueros "netos", intangibles. Temerosos de un nuevo cambiazo del veleidoso General, trataron de explorar su pensamiento. «Por mi parte -les dijo-, a todo estoy dispuesto, y cuando me traigan de Oñate el Convenio cuyas bases he admitido, lo firmaré... Pero dudo que algunos cuerpos de mi ejército, principalmente los guipuzcoanos, lo acepten... De modo que no hemos hecho nada, y la guerra continuará». A esto arguyó Calpena que antes de proceder a la solemne ratificación de lo tratado, debía el General conferenciar con los jefes y oficiales, uno por uno, y darles cuenta de las condiciones de paz a que todos debían someterse.

«Háganlo ustedes» -dijo Maroto, revelando en su tono y en su actitud una indolencia que llenó de asombro a los dos amigos.

-Pero, General -le contestaron-, ¿qué autoridad tenemos nosotros para convencer a las tropas vizcaínas y guipuzcoanas de que, ante el bien inmenso de la paz, deben contentarse con la fórmula vaga del reconocimiento de Fueros?

-No es tan vaga. Se estipula que Espartero propondrá a las Cortes...

-Pero eso, sea poco, sea mucho, es lo que el Duque les concede, y deben saberlo. Usted, su Jefe, que ha de firmar por todos el pacto, está en el caso de instruirles...

-Mi cansancio es tal, amigos míos, que ya no sé cómo valerme, ni halla mi pensamiento voces con que producirse... Hay momentos en que me creo sin vida...

-Pero el trabajo restante, para llegar a un fin glorioso, es breve y fácil, mi General.

-Fácil no, ¡porra!

¡Cualquiera le convencía! Llegaron de Oñate los comisionados La Torre, y Urbistondo con Zabala y Linaje, portadores del Convenio, que Maroto firmó sin ninguna dificultad. Al propio tiempo traían la comisión de proponerle que al día siguiente, 30 de Agosto, se reunirían en Vergara los dos ejércitos, con sus caudillos a la cabeza, para dar forma solemne a la grande obra de la reconciliación. A todo asintió D. Rafael, que aliviado parecía de un peso abrumador.

Uhagón y Calpena pasaron el día recorriendo los cuerpos, en que tenían no pocos amigos, y hablando con unos y otros campechanamente. Si en todos reconocían la satisfacción y júbilo por ver terminada la odiosa discordia, causóles no poca inquietud el observar que los soldados y oficialidad carlistas descansaban en el engaño de que el pacto reconocía los Fueros en toda su integridad, y que así se declaraba de una manera explícita. Maroto les tenía en esta persuasión, pues nada en contrario les había dicho desde la ineficaz entrevista de Abadiano. Era, pues, indudable que surgirían en el momento que se creía final nuevas complicaciones, quizás un gravísimo conflicto, por la indolencia del General, por su falta de carácter y de resolución para presentar los hechos como realmente eran. ¡Torpeza insigne, abandono de autoridad!

Sobresaltado, temeroso de ver perdido en un instante el ímprobo trabajo de tantos meses, creyó D. Fernando que debía prevenir a Espartero de lo que ocurría, evitándole un triste desengaño al llegar a Vergara, donde contaba con la presencia y conformidad del ejército carlista. Pensado y hecho: de madrugada montó a caballo, y seguido de Urrea y Pertusa se fue al encuentro de su General, a quien halló a media hora de Vergara. No daba crédito D. Baldomero a la triste realidad que le comunicó su amigo, y ante la insistencia de este, más de un cuarto de hora estuvo echando ternos, y maldiciendo la hora en que entabló negociaciones con hombre tan inseguro y tornadizo. En efecto: poco antes de entrar el Duque en Vergara, llegó Maroto, sin más compañía que la del General La Torre y algunos oficiales de su Estado Mayor. Y los 21 batallones y los tres escuadrones que debían figurar como convenidos, ¿dónde estaban? Sin pérdida de tiempo avistóse Espartero con su antagonista, el cual hubo de contestar a la anterior pregunta, con turbado acento, que las tropas se negaban al cumplimiento de lo pactado mientras no se reconociesen los Fueros provincianos en toda su integridad. Según esto, Maroto declaraba a su ejército en rebeldía, y se presentaba él solo, con cuatro gatos; y él solo reconocía los derechos de Isabel, dejando en el aire la obra de la paz, y a las tropas apartadas de toda reconciliación.

«A este hombre hay que dejarle -dijo D. Baldomero, luego que Maroto, afectado de gran postración, se retiró a descansar-. Imposible hacer carrera de él... ¡Qué hombre, santo Dios! Verdad que su situación y los contratiempos que ha sufrido son para trastornar la cabeza más firme». En esto, La Torre se apresuró a manifestar a Espartero con gallardo arranque que él se comprometía, en el término de veinticuatro horas, a convencer a los vizcaínos o morir en la demanda. No descansó Maroto, pues su conciencia y sus embrollados pensamientos no se lo permitían, y llamando a Calpena, como se llama a un confesor en la última hora, le dijo: «Hágame el favor de comunicar al coronel Wilde que, no creyéndome seguro aliado de Espartero por haber venido aquí sin tropas, me acojo al pabellón inglés». A esto respondió el caballero que no necesitaba añadir a sus errores la mengua de ampararse a una nación extranjera; bien seguro estaba en el Cuartel General del Duque de la Victoria, toda vez que reconocía la legalidad por este representada. En tanto, los bravos generales carlistas La Torre, Urbistondo y el Brigadier Iturbe, con riesgo de sus vidas, tratarían de reducir a las tropas a la aceptación de lo tratado, después de darles conocimiento del artículo 1.º del Convenio...

«¿Y cómo queda redactado al fin? -dijo Maroto vivamente- Ya no me acuerdo».

-Poco más o menos dice: Artículo 1.º "El General Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los fueros".

-¿Y las Cortes...? Claro, las Cortes... Me parece bien... Buenos tontos serán esos pobres muchachos si no aceptan, si no fían resueltamente en la promesa del Duque, de cuya caballerosidad nadie puede dudar... Por mi parte, no escatimaré ningún sacrificio. Hágame el favor de llamar a mi ayudante, D. Enrique O'Donnell, para dictarle algunas órdenes. Aún soy General en Jefe de mi ejército, del ejército Real, desde hoy incorporado al de la Nación.


CAP. XXXVII.

Mientras La Torre trabajaba por reducir a los vizcaínos, Urbistondo hacía lo mismo con los castellanos. No tuvo igual fortuna Iturbe con los de Guipúzcoa, que enterados de la vaga promesa consignada en el artículo primero, se negaron a suscribir el Convenio, gritando "¡traición, traición!"; y declarados en franca rebeldía, manifestáronse dispuestos a unirse con D. Carlos. Al fin pudo Iturbe contenerles en Descarga. Urbistondo situó fuerzas castellanas en la carretera, con objeto de observar a los guipuzcoanos, y corrió en busca de Maroto para que saliese al frente de ellos y con su autoridad les redujera. Era la noche del 30, y D. Rafael, que estaba en cama, dolorido, incapaz para toda acción, dijo a Urbistondo que se entendiese con Espartero. Así lo hizo. Se convino en no contar para nada con D. Rafael, que se había echado en el surco, hombre históricamente concluido, y no hubo más remedio que intentar la pacificación de los guipuzcoanos, comprometiendo entre ellos la vida, catequizando uno por uno a jefes y oficiales, sin reparar en la clase de argumentación con tal de llegar al fin deseado. En esto se empleó toda la noche del 30; al fin, el 31 de madrugada desfilaban hacia Vergara los batallones reacios precedidos de cuerpos castellanos, para que la moral de estos fuese para todos ejemplo provechoso, y así, con más maña que fuerza, empleando sin cesar la palabra convincente, cariñosa, paternal, que igualaba al jefe con el soldado, fueron aproximándose al redil.

Era este un extenso campo a la salida de la villa, entre el río Deva y el camino de Plasencia. Allí formó muy de mañana el ejército de Espartero, y ante él fue desfilando la división castellana, con su jefe el General Urbistondo. Maroto, que parecía resucitado, a juzgar por la repentina transformación de su continente, que recobró su gallardía, así como el rostro la expresión confiada y el color sano, ocupó su puesto; al punto apareció con su brillante Estado Mayor el Duque de la Victoria, y recorridas las líneas, cautivando a todos con su marcial apostura y la serenidad y contento que en su rostro se reflejaban, mandó a sus soldados armar bayonetas; igual orden dio Maroto a los suyos. Espartero, con aquella voz incomparable que poseía la virtud de encender en los corazones la bravura, el amor, el entusiasmo y un noble espíritu de disciplina, pronunció una corta arenga perfectamente oída de un lado a otro de la formación, y terminó con estas memorables palabras: "Abrazaos, hijos míos, como yo abrazo al General de los que fueron contrarios nuestros". Juntáronse los dos caballos; los dos jinetes, inclinando el cuerpo uno contra otro, se enlazaron en cordial apretón de brazos. Maroto no fue de los dos el menos expresivo en la efusión de aquella concordia sublime. En las filas, de punta a punta, resonó un alarido, que parecía explosión de llanto. No eran palabras ya, sino un lamento, el "¡ay!" del hijo pródigo al ser recibido en el paterno hogar, el "¡ay!" de los hermanos que se encuentran y reconocen después de larga ausencia. Era un despertar a la vida, a la razón. La guerra parecía un sueño, una estúpida pesadilla.

Se había dispuesto que las divisiones vizcaínas y guipuzcoana entrasen en el campo del convenio después de comenzado el acto, para que la solemnidad de este y su ternura influyesen en el ánimo de los reacios, y el efecto correspondió a lo que Espartero y Urbistondo con tanta habilidad y conocimiento del humano corazón habían dispuesto. Las tropas guiadas por La Torre como las conducidas por Iturbe, se vieron envueltas en la inmensa atmósfera de fraternidad que ya se había formado. Los corazones respondieron con unánime sentimiento. No podía ser de otro modo. La idea de unidad, de nacional grandeza, de moral parentesco entre todas las razas de la Península, ganó súbitamente los entendimientos de castellanos y éuskaros, y ya no hubo allí más que abrazos, lágrimas de emoción, gritos de alegría, aclamaciones a Espartero, a la Constitución, a Isabel II, a Maroto, a la Religión y a la Libertad juntamente, que también estas dos matronas se dieron de pechugones en aquel solemne día.


CAP. XXXVIII.

En los mismos 30 y 31 de Agosto, D. Carlos continuaba emitiendo proclamas desde Andoaín y desde Lecumberri, en las cuales hablaba del rebelde Espartero como de un enemigo insignificante; echaba la culpa de sus desgracias a la intriga, a las malas artes de los pérfidos; delataba planes maquiavélicos de los dos Generales compañeros en las revoluciones de América; atribuía la defección de Maroto al oro que había recibido de los constitucionales, y, por fin, hacía postrer llamamiento a sus fieles súbditos para que se acogieran a su paternal benevolencia, ofreciendo olvido de lo pasado si volvían a la defensa del Trono y la Religión. A los leales les llamaba la más preciosa joya de su corona. ¡Y con estas retóricas sermonarias, con este lamentar de pastores, pretendía el pobre hombre congregar de nuevo su disperso rebaño! La desbandada se inició al tener conocimiento del abrazo de los Generales, que fue tiernísima reconciliación de los dos ejércitos. El sálvese el que pueda resonó en los valles, que había ensordecido el estruendo guerrero de seis años de lucha fratricida. Cada cual pensó en salvar lo que poseía, y en el último caso la pelleja, que es la más preciosa joya de cada mortal. Los restos de los sublevados de Irurzun y Vera, de aquel flamante ejército apostólico y neto, que, levantando bandera por la integridad de los derechos de Carlos, puso a su frente al canónigo Echevarría, se desbordó en la más horrible desmoralización, convirtiéndose los valientes navarros en vulgares ladrones y desalmados homicidas. So color de castigar traidores, acosaban a los infelices ojalateros, que iban buscando su salvación por los caminos de Francia, y les arrebataban cuanto tenían. El pillaje y el asesinato, la persecución de hombres y el atropello de infelices mujeres fueron la campaña postrera de aquellos degenerados vestigios de un grande ejército. El mismo Echevarría estuvo a punto de perecer a manos de sus soldados ebrios; D. Basilio y Guibelalde, puestos en capilla, escaparon de milagro. Menos dichoso el General González Moreno, de lúgubre memoria, el verdugo de Málaga, caudillo inepto en Mendigorría, hombre de quien puede decirse que fue una de las más negras fatalidades del bando carlista, pereció cerca de Urdax, de un modo desastroso y vil, digno término de una ruin vida. Dieron en creer los forajidos que iban llenas de dinero las cajas que el General llevaba en su presurosa fuga, y como a un cerdo (así lo cuenta un testigo presencial) le mataron en medio de las calles.

La que aún se llamaba Corte, el fracasado Rey y los fieles que le seguían continuaban en Elizondo sin saber dónde meterse ni por qué resquicios escurrir el bulto. Incansable, corrió allá Espartero; D. Carlos oyó el galopar de su caballo, y acercóse más a la frontera. Allí quemó el absolutismo su postrer cartucho. El batallón cántabro, último en la fidelidad, primero en el valor, defendió con estoica bravura las posiciones de Urdax contra las fuerzas triplicadas que allí mandó el Duque de la Victoria. Batiéndose con desesperación, mártires de la fe del deber, los cántabros pudieron decir a su expugnador: "morituri te salutant". Una columna de cazadores y una sección de tiradores de la Princesa, mandados por Zabala, dominaron el terreno, dando por terminada la acción, y con ella la guerra del Norte. Antes de que sonaran los últimos tiros, montaron a caballo el Rey, la Reina y demás personas de la familia y servidumbre, y a todo correr emprendían la fuga sin parar hasta Francia. Había entrado Carlos seis años antes por el mismo boquete de la frontera, siendo recibido por Zumalacárregui; se retiraba escoltado por algunos números de su guardia, solo, triste, más abatido que desengañado, sin ninguna gloria personal. La corona de la dignidad con que supo sobrellevar su destierro fue la única que poseyó en su vida.

D. Fernando Calpena y D. Santiago Ibero, testigos de la última refriega con los valientes cántabros, admiraron el tesón de estos y les colmaron de alabanzas. De regreso al Cuartel General de Elizondo, expresaron los dos amigos su alegría por la terminación feliz de tan dura, enconada campaña, y cada cual dijo lo que le sugería su conocimiento de hombres y cosas.

«Hemos acabado una guerra -declaró Ibero con melancolía-, y yo me felicito de este descanso que pronto disfrutaremos. Un descanso, por corto que resulte, siempre es de agradecer. Pero le diré a mi amigo con franqueza que no creo en la paz... Soy ateo de esta religión que ahora fanatiza a mis compatriotas... No creo, no creo...».

-Yo tampoco. La grande obra de nuestro General es una tregua que debemos alargar todo lo que podamos. Las treguas son necesarias. Así nos prepararemos para dar al problema, en otro día, solución más segura y radical.

-Yo estoy triste... no sé por qué... Lo diré sin rebozo... Me gustaba el delirio, la barbarie, la guerra, en fin.

-Es realmente un estado muy vital, y además interesante y pintoresco.

-Si vivimos, no envejeceremos en la paz.

-Seremos siempre jóvenes, es decir, guerreros.

-El Convenio, el abrazo, no son más que la fórmula del cansancio.

-Del descanso, querrá usted decir.

-Eso. Se nos permite echar una siesta en día caluroso, el día del siglo.

-Durmamos un poquito.

-Y descansemos, que buena falta nos hace.

En la opinión del carlismo, quedó Maroto como el prototipo de la traición y la perfidia. No era justo. A sus defectos, con ser grandes, toca menos responsabilidad que a su destino cruel, y a la disparidad entre su carácter y el personal absolutista, entre sus ideas y la causa que defendió. El brazo eclesiástico, firme apoyo de la facción (descoyuntado en Vergara, recompuesto después), no perdonó a Maroto su cooperación en la obra de la paz, como se verá por este hecho rigurosamente histórico. Recompensado por el Gobierno de Isabel con un alto cargo militar, residió D. Rafael algún tiempo en España. Su hija Margarita, joven de acrisoladas virtudes, que no se descuidaba en sus prácticas religiosas, fue a confesar una mañana, una tarde (no importa la hora), en una iglesia que no hace al caso. Cumplió serena y contrita, declarando sus pecados, que no debían de ser graves, y cuando terminaba, le preguntó el sacerdote su nombre. La pobre niña, tímida y pura, ¿qué había de hacer? Se lo dijo... Lo mismo fue oírlo el cura que de un bote se levantó iracundo, y con destempladas voces la despidió, negándose a darle la absolución. Atribulada, llorosa, salió la penitente de la iglesia y no paró hasta su casa. ¿Se pone en duda este hecho? Pues de él puede dar testimonio Doña Margarita Maroto, viuda de Borgoño, anciana respetabilísima, que aún vive. Reside en Valparaíso.






Para confrontar lo dicho por Galdós, vamos a reproducir una carta enviada por el Coronel Wilde al Vizconde de Palmerston, de fecha 1 de septiembre de 1.839. Dice así:


«A consecuencia del convenio acordado en Oñate, de que incluí A V. E. una copia que recibí justamente cuando estaba cerrando mi carta, vino aquí el día siguiente 30 el duque de la Vitoria con su escolta, pues se había convenido en que Maroto se le uniría en este punto, con los 21 batallones y 3 escuadrones inclusos en el convenio, mas al entrar en la ciudad solo encontramos á Maroto y su estado mayor, con los generales Urbistondo La Torre, y algunos gefes que esperaban la llegada del duque. Maroto informó á éste de que él y los que se hallaban en su compañía habían venido allí pará probarle la sinceridad y buena fé con que habían firmado el convenio, pero tenía el disgusto de anunciarle que ni uno solo de los batallones inclusos en él había obedecido su orden de marchar á Vergara, dando por razón que no podían confiar en el convenio, hasta tanto que las Cortes hubiesen reconocido sus fueros. Este accidente imprevisto parecía que hubiese dejado paralizados á todos; nadie sabía qué responder, y Maroto, dirigiéndose a mí reclamó mi protección, á lo que contesté que yo estaba bien seguro de que nada tenía que temer personalmente, y el duque le aseguró al momento lo mismo, tanto á él como a los demás oficiales.

Urbistondo y D. Simón de La Torre ofrecieron hacer otro nuevo esfuerzo para decidir á sus tropas á que aceptasen el convenio y obedeciesen las órdenes de Maroto. Admitióse su oferta, y su misión fue feliz, pues volvieron por la tarde, trayendo consigo una copia del convenio, con la aceptación de sus condiciones, firmada por los comandantes de todos los batallones por sí mismos y por su tropa, y la promesa de que el día siguiente vendrían á este punto.

El 31 por la mañana llegaron noticias de que los castellanos estaban en camino, pero que aun titubeaban los vizcaínos y guipuzcoanos, diciendo los últimos que esperarían á Espartero en Andoain, y allí cumplirían las condiciones del convenio. Al llegar los castellanos y los tres escuadrones, formaron entre dos divisiones de las tropas de la Reina, y el duque les arengó ofreciéndoles la elección entre permanecer al servicio de la Reina ó volverse á sus casas, á lo que respondieron con repetidos vivas, y habiendo elegido casi todos continuar sirviendo, marcharon aquella misma tarde acompañados por una brigada de las tropas de la Reina, á Cuzcurrita, cerca de Háro, donde permanecerán por ahora, á las órdenes de Urbistondo.

Mientras se verificaba esta ceremonia, se recibió la noticia de que se acercaban los batallones vizcaínos, y que detrás venían tres batallones y cuatro compañías de guipuzcuanos; al llegar dichas tropas les dirigió también la palabra el duque, y respondieron con mucho entusiasmo. Después de poner las armas en pabellones, se mezclaron libremente con las tropas de la reina; y reinó en todos el mayor contento y armonía. Súpose, sin embargo, que estaban determinados á conservar sus armas, hasta que el convenio estuviese ratificado por las Cortes, y concedida toda la parte esencial de los fueros; y se creyó prudente no tratar de desarmarlos. En su consecuencia, los vizcaínos han marchado á Elorrio y los guipuzcoanos á Mondragón

En tal estado se hallan las cosas en este momento: y hasta que se sepa la decisión de las Cortes, no creo que pueda darse ningún paso más. El deseo de la paz parece ser sincero y universal entre el paisanage, y suceda lo que sucediere es indudable que la causa de D. Carlos ha recibido un golpe, de cuyos efectos es imposible que pueda reponerse.

El duque de la Victoria manifestó muy francamente desde el principio de las negociaciones, tanto á mi como al general Maroto, que deseaba concluirlas, si era posible, sin ninguna mediación estrangera, diciendo que pues era una contienda entre españoles, debía decidirse por los españoles; y como Maroto no insistió en reclamar la mediación de Inglaterra, el gobierno británico no se encuentra de modo alguno comprometido al cumplimiento ó aprobación de ninguna de las condiciones en que se ha convenido hasta este momento, porque si bien las dos partes me han consultado constantemente y he sido un instrumento para verificar la reconciliación, no fui convidado á la última conferencia del 29 en que se dictaron las condiciones por el duque y fueron aceptadas por los comisionados carlistas.

Incluyo originales dos proclamas que no he tenido tiempo para traducir».

Cfr.: Convenio de Vergara. Datos curiosos para la historia contemporánea. Madrid, Imprenta del Correo Nacional, 1.840, pp. 25 a 27.






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